lunes, 19 de marzo de 2018

José Antonio Ibáñez-Martín: Horizontes para los educadores. Por Ernesto Baltar García-Peñuela

Ibáñez-Martín, José Antonio: Horizontes para los educadores. Las profesiones educativas y la promoción de la plenitud humana. Dykinson, Madrid, 2017. 280 páginas. Comentario realizado por Ernesto Baltar García-Peñuela (Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid; Licenciado en Filosofía y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada).

Desde su larga experiencia docente como catedrático emérito de Filosofía de la Educación en la Universidad Complutense de Madrid, el profesor José Antonio Ibáñez-Martín reivindica en la primera parte de este libro, “El marco básico del quehacer educativo”, que el objetivo último del educador debe ser ayudar a sus alumnos a que examinen su propia vida y consigan actuar con la dignidad propia de los seres humanos. Debe tratarse tanto de una educación de la inteligencia que no atente contra la libertad intelectual, como de una educación moral que respete la posición de los padres y proporcione criterios para la toma de decisiones. Lo primero incluye comprender el lugar que cada tipo de conocimiento tiene en la unidad de la sabiduría humana, y lo segundo implica preocuparse por ayudar al alumno a vivir con dignidad.

De este modo, educar no consiste solo en transmitir habilidades y capacidades elementales, sino también todos aquellos “conocimientos que vale la pena tener” dentro de una educación de la inteligencia que promueva una vida digna, examinada y lograda. Por supuesto, el profesor imparte una enseñanza, pero esta debe ser una enseñanza educativa en el sentido de que busque el desarrollo de la personalidad del educando. La educación no puede ser, como ocurrió en otras épocas, un simple signo de distinción o un instrumento de ingeniería social que promueva una ideología al servicio del poder. La educación tampoco es un mero amaestramiento o adoctrinamiento, y comporta mucho más que una simple transferencia de conocimientos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos recoge esta idea ampliada de la educación como un derecho que tienen los niños y jóvenes para lograr el pleno desarrollo de su personalidad.


Ya Platón en su República vinculaba educación y ciudadanía: el objetivo de la enseñanza es colaborar en favor del bien común, fomentando la virtud y la plenitud moral de la persona. Frente a la apariencia de sabiduría (mera repetición del texto escrito y memorizado), Platón reivindicaba la labor del buen maestro que siembra en el alma de sus alumnos “discursos acompañados de ciencia, que sean capaces de ayudarse a sí mismos” y que consigan producir el fruto inmortal de la sabiduría y la felicidad. Para él no hay mayor placer que “escribir con ciencia en el alma del que aprende”.

El ser humano no nace pleno sino que va avanzando hacia la plenitud gracias a su capacidad de comprometerse con aquello que descubre como verdadero, y necesita el estímulo de los educadores para su elevación intelectual y espiritual. La educación del deseo debe empezar desde la infancia: el profesor debe despertar en sus estudiantes el afán de defenderse y asistirse por sí mismos, para no dejarse llevar por las apariencias y buscar siempre la verdadera sabiduría. Se trata, por tanto, de promover una educación ética, pues el ser humano tiene un lenguaje moral independientemente de su cultura. Ibáñez-Martín aconseja aprovechar el giro ético que se produjo hace unas décadas en el ámbito de la educación, con el fin de reivindicar la figura del profesor como mentor, y enuncia varias recomendaciones al respecto:

a) Todo profesor está llamado a ser un “maestro de humanidad”, como pedía Georges Gusdorf. No basta con transmitir unos conocimientos sino que hay que promover el mejor modo de ser persona y ayudar a los alumnos a descubrirlo y vivirlo.

b) Frente a las modas del momento, el profesor debe ayudar a que el alumno establezca prioridades y valores que guíen sus elecciones en la vida.

c) Aunque hay que rechazar el adoctrinamiento, no basta con facilitar las iniciativas del alumno y acompañarlo en su camino, pues al final eso conduce al nihilismo.

d) El grupo social del que proviene el alumno y su nivel socioeconómico no pueden ser determinantes, sino que debe florecer la esperanza en una vida mejor, examinada y lograda.

e) Junto con la madurez intelectual se requiere una madurez moral.

f) El mentor debe conjugar la competencia técnica con el compromiso por el bien, la honestidad y la integridad, englobando la definición clásica del maestro como vir bonus peritus dicendi (que debe saber lo que explica y debe saber explicarlo bien, con entusiasmo e imaginación y estimulando a los alumnos a profundizar en su estudio) y vir bonus (hombre bueno). Es decir, el profesor debe ser un compendio de virtudes profesionales y morales.

g) El mentor debe mostrar una confianza profunda en sus alumnos, evitando las dudas, descalificaciones o insultos.

h) El profesor mentor debe tener una relación personal de cercanía con sus alumnos, preocupándose por acogerlos y cuidarlos.

i) El profesor mentor debe propiciar el crecimiento del estudiante, ayudando a los rezagados y estimulando a los que tienen más altas capacidades.

En la segunda parte del libro, “Fanales para la tarea educativa”, desarrolla Ibáñez-Martín un análisis del cuidado y de su relación con la docencia. Ya decía Romano Guardini que “educar significa que yo doy a este hombre coraje sobre sí mismo” y le ayudo a conquistar la libertad que le es propia. Por supuesto, el profesor ha de saber definir, demostrar, explicar, corregir, evaluar, interpretar y estructurar, pero además debe saber motivar al estudiante, animarle, ilusionarle, premiarle y castigarle. Además, los educadores deben convocar a la ciudadanía contra los políticos fáusticos «para que todos podamos gozar de la libertad de defender en la plaza pública nuestras propias ideas, del mismo modo que estamos obligados a huir del adoctrinamiento en las aulas» (p. 137).

Como se explica al comienzo del capítulo 8 (“De la mentalidad estatista a los pactos educativos”), en el siglo XIX el Estado asumió la responsabilidad de educar a la nación y en el siglo XX se convirtió prácticamente en dueño y señor de la mayoría de los procesos educativos, mitologizando una escuela estatal que proporcionara una educación científica, racional, nacional y profesionalizadora. Todo esto llevó a un autoritarismo en las aulas que impedía la participación activa de los padres. Este autoritarismo se basaba, concluye Ibáñez-Martín, en la creencia dogmática en la diosa razón y en la gestión científica para resolver todos los problemas: la razón instrumental, con su metodología físico-experimental y su epistemología verificacionista, se había erigido en norma y estructura de toda educación humanizadora.

Ya decía Maritain que la peor de las servidumbres es “el sometimiento al espíritu del mundo”, que en la época actual es la dictadura de lo políticamente correcto. Para Ibáñez-Martín hay que desvincularse de la mentalidad contemporánea, que descalifica la idea de verdad (sustituyéndola por la de autenticidad o por el relativismo) y magnifica la importancia del grupo social en el que crece el individuo (como es el caso del multiculturalismo). Si no hubiera verdad alguna sobre el ser humano, podríamos hacer con él lo que nos diera la gana, en la medida en que fuéramos poderosos.

La crisis moral y religiosa de nuestros días ha hecho más difícil todavía el aprendizaje de la libertad. Europa atraviesa una profunda crisis económica, moral e intelectual, y si renunciamos a nuestro origen histórico y cultural, caemos en la nada: el nihilismo. Por eso es preciso, entre otras cosas, reivindicar de nuevo la importancia del esfuerzo y la superación. En la actualidad la autoestima se ha convertido en un tótem que ampara a un individuo narcisista que se ha convertido en el centro del universo: nada es más importante que uno mismo. También hay una errónea interpretación de la equidad, que tiene efectos devastadores para la excelencia. Como denunciaron Ozturk y Debelok en The Unique American Vision of Childhood, se sobrevalora la diversión y creatividad en la educación de los niños, siendo poco exigentes y no fomentando hábitos de trabajo. Para Ibáñez-Martín la búsqueda de la excelencia debe ser uno de los principales motores del esfuerzo humano. Y la excelencia plena solo se consigue cuando en la escuela todos sus miembros cuidan de los demás, lo que resulta más sencillo si todos los integrantes del proceso educativo están de acuerdo con el proyecto del centro.

En definitiva, urge promover una cultura de la calidad y del esfuerzo que aspire a la obra bien hecha. Hay que proporcionar especial cualificación al más brillante y poner los medios para atender a los más vulnerables, para que no se conviertan en fracasados o excluidos ni abandonen los estudios. Como pide Guardini, hay que cambiar la cultura de dominio por otra de servicio. Se necesita solidaridad, responsabilidad y compasión. Esta última exige cuidar de los débiles y de los dependientes, atendiendo a sus necesidades. Así se cortan las raíces del odio y se refuerzan los vínculos entre los miembros de la sociedad. En definitiva, se requiere la promoción de una ciudadanía activa.

Tras el análisis en la tercera parte, “Las metas de una universidad educadora”, de las características que debe reunir la Universidad y su función como potenciadora de la paz y del pensamiento crítico, el libro termina con el homenaje que dedica el profesor Ibáñez-Martín a su maestro Antonio Millán-Puelles, a su colega y amigo Elliot W. Eisner y a su primer discípulo José Manuel Esteve. No hay mejor manera de concluir esta apología de la educación —al margen de las modas efímeras y de la dictadura de lo políticamente correcto— que esa triple evocación personal llena de emoción y respeto por los amigos ausentes.

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